Un viaje a Israel (III)

Tabor

El monte Tabor

Día 4

La guía ha decidido que la cuarta jornada girará en torno al Jordán. Durante el desayuno, la gentil jovencita que sirve el café pregunta, curiosa, qué lengua hablan los periodistas. «Españolet», responde la guía. Ya se ve que los españoles frecuentan poco estos andurriales. La primera visita es a Iardenit, un remanso en el Jordán sombreado por eucaliptus, en el que se ha construido un acceso al río para peregrinos que deseen recordar el bautismo de Jesús -en realidad, la tradición sitúa este hecho cerca de Jericó- con unas pasarelas que permiten entrar en el agua sin riesgos. Un grupo de valerosos bautizandos -tiene mérito bañarse en febrero a primera hora de la mañana- se cruza con el viajero.

La siguiente etapa es el Tabor. Antes, los periodistas han cruzado un pueblo de musulmanes circasianos -como los bosnios de Cesarea, llegaron huyendo, de Rusia en este caso, y los otomanos los enviaron a Palestina-. Una vez en la base, ascienden a la cumbre del Tabor -562 metros de altura- en un imponente  Mercedes, gracias a taxistas beduinos que han renunciado al nomadeo para dedicarse al negocio de transportar a los peregrinos hasta la cima del monte de la Transfiguración. Desde allí contemplan las colinas de Gelboé, donde los filisteos dieron muerte a Saúl y su hijo Jonatán, el amigo de David; la aldea de Naím; Nazaret; y al norte, la cima blanca del Hermón.

Abandonada la fértil Galilea, los viajeros pasan por la depresión del Jordán y bordean las estribaciones de los montes de Samaria. Al mediodía entran en Jericó, la autonomía palestina, que recorren en pocos minutos tras contemplar las excavaciones de la ciudad más antigua del mundo, donde se han encontrado objetos del 7000 antes de Jesucristo. La tarde se consume con un baño en el mar Muerto, el punto más bajo del planeta a 398 metros por debajo del nivel del mar y en el que se flota sin esfuerzo a causa de la enorme densidad del agua -la salinidad es del 25 %, diez veces más de lo normal-, y una visita al kibbutz de En Gedi, surgido en un oasis exaltado en el Cantar de los Cantares. Después, el viajero dirige sus pasos hacia la meta más deseada: Jerusalén.

«Desde la segunda destrucción del Templo -explica Fabio Bourbon- la esperanza de volver a Sión ha sido la verdadera alma del hebraismo, un sentimiento tan fuerte que jamás se ha apagado. Los judíos han orado siempre vueltos hacia el este, salmodiando su nostalgia: «El año próximo, en Jerusalén», decían durante siglos. También el periodista tiene nostalgia de volver a la Ciudad Santa, «Al Quds» en árabe, la Capital de la Eternidad, Trono del Señor, el Centro del Universo. Y como un peregrino más, espera con ansia ver las luces de Jerusalén, mientras el cochecillo sube dando tumbos desde la depresión del Mar Muerto hasta las montañas de Judea.

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Montañas del desierto de Judea- kibbutz de En Gedi

Día 5

En el primer día de Jerusalén, en un congreso sobre peregrinaciones, el periodista se tropieza con Paula y Egeria, cristianas de los primeros tiempos. Nacida en Roma en el 347, Paula pertenece a la nobleza -su familia desciende de los Escipiones-. A los diecisiete años contrae matrimonio con Toxocio, del que tendrá cuatro hijas. Viuda a los 32, se dedica al estudio de las escrituras. Es una intelectual que además del latín conoce el griego y el hebreo. Discípula de San Jerónimo, se traslada a Tierra Santa donde éste traduce el Antiguo Testamento. Egeria es una monja, probablemente originaria de las Galias -hay quien dice que era gallega-, que peregrina a Tierra Santa algo más tarde. Las cartas de Paula y Egeria son los primeros testimonios de una peregrinación a Tierra Santa.

En el 386, Paula escribe a su amiga Marcela para invitarla a peregrinar a Tierra Santa. Así describe una peregrinación a los Santos Lugares:  «entrar en la cueva del Salvador, llorar en el sepulcro del Señor, besar luego el madero de la cruz y, en el Monte de los Olivos, levantarnos en deseo y en espíritu con el Señor que sube a los cielos. Luego veremos a Lázaro, que sale atado con sus vendas, y las corrientes del Jordán purificadas por el bautismo del Señor. Seguidamente marcharemos a las majadas de los pastores, y oraremos en el mausoleo de David». El periodista-peregrino, que por haber vivido mucho tiempo en Roma siente aprecio por Paula, espera repetir lo que ya aquella primera cristiana hizo hace más de mil seiscientos años. «Nihil novo sub sole», nada nuevo bajo el suelo, pero para cada uno siente siempre las cosas de distinta manera.

El encuentro del viajero con los Santos Lugares empieza por Belén. La cuna de Jesús es hoy una autonomía palestina, lo que se aprecia por los controles de frontera, las banderas, y la abundancia de personal de uniforme. La basílica de la Natividad es bizantina, construida por Justiniano encima de la de Santa Elena del siglo IV. Bajo la nave se encuentra la cripta con la gruta donde nació Jesús. Es difícil detenerse: grupos de peregrinos pasan constantemente por este estrecho lugar. Pero el periodista recuerda que según recientes estudios, la gruta podía ser un establo en la parte baja de una casa de familia: «no había lugar para ellos en el aposento», dice Lucas. Según los expertos, aposento puede ser la posada, como se ha entendido normalmente, o también una habitación alta y espaciosa que servía de salón o cuarto de huespédes. «Tal vez estaba ocupada ya. Tal vez era demasiado fría en época de invierno para dar a luz. En cualquier caso -escribe José María Casciaro- el Señor y Dueño del mundo nació con gran pobreza, en una cueva que servía de establo a los animales. Su cuna fue un pesebre: esta palabra, fátne, tiene la significación cierta de pesebre».

Cenaculo

Sala del Cenáculo

Ya de vuelta en Jerusalén, la guía conduce a los periodistas hasta un edificio medieval en el que están prácticamente juntos dos lugares santos para judíos y cristianos: la tumba de David y el Cenáculo. En Sión, una de las colinas de la Ciudad Vieja, dentro de un edificio medieval cargado de humedad y de siglos, se encuentra la sinagoga de la Tumba de David. El viajero se coloca la bella kippá de terciopelo verde que le prestaron al salir de Madrid, y puede así admirar la devoción con la que varios hebreos rezan ante un monumento que Benjamín de Tudela identificó en el 1173 como la tumba del rey. Sobre el gran sarcófago hay varios cofres que contienen rollos de la Torá y coronas de plata.

Un piso más arriba hay una gran sala gótica, la capilla del Cenáculo. Procedente de una basílica del siglo V, fue restaurada por los franciscanos en el 1343. Luego, en 1523, los turcos la transformaron en mezquita, colocando un mihrab -un nicho que indica la dirección de La Meca- y construyendo un minarete. Tras este brusco cambio de destino, el Cenáculo fue durante cuatro siglos un lugar de oración de los musulmanes hasta la llegada de los ingleses que en 1917 suprimeron el culto y lo abrieron al público. El estado israelí es su actual propietario, por lo que sigue sin culto. Y el periodista no sabe si hubiera sido mejor que siguiera siendo una mezquita, más que dejarlo como un lugar «sconsacrato», que dicen los italianos.

HuertoOlivos

El Huerto de los Olivos

Terminada la visita al Cenáculo, el periodista se escapa a la basílica de Getsemaní. «A Getsemaní -escribe Salvador Muñoz Iglesias- hay que venir al atardecer, cuando el sol poniente dora las cúpulas de los santuarios del Olivete, el monte de los Olivos». Y son las cuatro cuando el periodista entra en la basílica construida donde estaba el huerto de los Olivos. Delante del altar mayor, una balaustrada acota la roca que fue testigo de la agonía de Jesús.

El periodista, mientras asiste a una misa que por casualidad empieza a su llegada a la iglesia, recuerda aquella noche de la agonía en el huerto, «la inmensa la dulce pavorosa noche/ todas las sucesivas noches de la tierra/ no hacen sino repetir esta misma noche/ de ahí su sorprendente parecido/ la luna llena de Pascua la enamorada del rostro de Cristo/ la luna de Nisán asomada sobre la montaña/ por primera vez en su vida se horrorizaba del rostro de Cristo», dice José Miguel Ibáñez Langlois en su poema sobre la Pasión. La misa en este lugar, estremece, y el periodista se siente unido a los peregrinos de San Antonio, Tejas, y al simpático joven con zarcillo en la oreja que le estrecha con fuerza la mano en el momento de la paz. Puede ser un mochilero, puede ser uno que busca el infinito, pero al periodista le cae bien. Y piensa que la gracia actúa en los modos y personas más insospechadas.

Después, el peregrino se permite el lujo de perderse en el atardecer, y entra en el viejo cementerio hebreo del monte de los Olivos. Frente a él, la Ciudad Santa se sumerge en una neblina que difumina los contornos de las murallas y la Puerta Dorada, mientras la cúpula de la Roca pierde su color de oro y se hace negra. Gran parte del monte de los Olivos es un cementerio, porque una tradición judía dice que cuando llegue el Mesías, entrará en Jerusalén por la Puerta Dorada, y con él lo harán los justos. A lo largo de los siglos, muchos judíos piadosos se han hecho enterrar aquí en espera de ese día glorioso. Los muhecines llaman a la oración y el periodista siente que es verdad que Jerusalén es la Santa.

La noche es fría en febrero,y hay que entrar en calor. Un buen sitio para ello es el American Colony, hotel lleno de sabor árabe y famoso entre los enviados especiales -el periodista recuerda viejas tertulias con colegas italianos y españoles comentando los resultados de unas elecciones políticas-. Situado en Nablus Road en lo que fue la casa de un terrateniente árabe, el American Colony es el refugio de quien todavía busca los lugares auténticos. Entre sus huéspedes han estado T.E. Lawrence -Lawrence de Arabia-, lord Allenby, Graham Greene, Peter O’Toole, Carl Bernstein, Alec Guiness e Ingrid Bergman. Tomar un te en el American Colony es una de las cosas que hay que hacer en Jerusalén. Y eso es lo que acaba de cumplir el periodista.

American Colony (2)

El jardín del American Colony

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