Del lat. asper, -ĕra, -ĕrum.
Sup. irreg. aspérrimo, p. us.; reg. asperísimo.
- adj. Desagradable al tacto, por tener la superficie desigual, como la piedra o la madera no pulimentadas, la tela grosera, etc. (…)6. adj. Desabrido, riguroso, rígido, falto de afabilidad o suavidad. Genio áspero.
Tomo de Álvaro Delgado-Gal (editor de Revista de Libros) esta definición de España. País áspero. Buena definición. Excelente definición. Del paisaje –y sobre todo- del paisanaje. A veces casi pienso que habría que decir: “país atroz”.
Esto viene a cuento de lo que sigue. Iba yo obnubilado (ciego, ofuscado, obscurecido) por la calle Mayor. Dirección Sol (la dirección es muy importante, ya se verá). Digo obnubilado (ciego, ofuscado, oscurecido, delirante) porque venía:
- a) de ascender, con mi modesta bici de 200 euros del Corte Inglés, cinco cuestas notables en la Casa de Campo sin bajarme del sillín (proeza que va consignada, que solo logré a la tercera, porque la primera y la segunda tuve que descabalgar)
- b) de subir la Cuesta de la Vega (que tampoco es moco de pavo)
cuando, por el carril bici dirección Almudena, veo dos ciclistas. Por llevar lentillas no distingo bien, pero de todos modos me aparto arrimándome a un mastodóntico autobús lleno de turistas que a la sazón por allí transitaba. Las dos ciclistas eran dos guardias del tráfico madrileño.
La que iba delante –quizá era la cabo, no lo sé, repito que estaba obnubilado, y con el casco puesto y el traje de ciclista, no se le veían los galones- se me acercó. “¡Usted no puede ir por aquí! ¡Va contra dirección! ¡Su sitio es en ese carril¡”, me dijo, señalando el espacio ocupado por el mastodonte lleno de turistas. “¡Además, en el paso de peatones no puede pasar sorteando a los viandantes, haciendo zig zag¡” “¡Y quítese los auriculares! ¡No puede llevarlos puestos!”… “¿Me está escuchando lo que le digo?”.
Soy lento de reflejos. Me quité los auriculares, hice signo de asentir, y como un niño al que la seño le ha echado un buen rapapolvos, logré meterme entre los mastodontes y los coches aparcados (espacio: 40 centímetros, tirando alto) y puse tierra por medio.
Pude decirle –a la señora cabo, si es que lo era- que venía de hacer una empresa hercúlea, y que me merecía unos vítores (más que una bronca). Que estoy en la década de los setenta, y esto me da –creo- derecho a un cierto respeto. Que con mi edad, podría ser su padre (pero no me hubiera gustado serlo, claro). Que he vivido, y trabajado, treinta y tantos años fuera de España, en una profesión llena de riesgos (cuando estudié la carrera, se decía que después de los pilotos de pruebas, el periodismo es la segunda profesión más peligrosa del mundo), y nunca me habían reñido de esta manera. Que, en el fondo, únicamente iba por el carril bici (aunque, lo reconozco, in the wrong direction). Y que si iba por ese carril –aunque en la “mala” dirección- era porque ir en bici por la calle Mayor por el carril normal es de suicidas.
Lo juro. No he atropellado –nunca- a una viejecita. No he matado –con la bici- ni a un gatito. No voy a cincuenta por hora por la Gran Vía (entre otras razones, porque soy incapaz). Respeto a los transeúntes. Me paro –casi siempre- en los semáforos. Acato las señales de tráfico. Tengo carné B, que me habilita a conducir coches, desde el 25 de mayo de 1972. Desde el 14 de marzo de 2016, tengo carné A2 (para motos de hasta 47 caballos de potencia). He conducido por Roma más de treinta años, en coche y en moto, y sigo vivo. Las compañías de seguros me persiguen, pues saben bien que un jubilata como yo no sale de la discoteca colocado y se pone a conducir a las tantas de la madrugada.
Bien. Es posible que yo tenga una piel especialmente fina. Pero mi sensación es que, en este país -¿áspero? ¿atroz?-, te esperan con un martillo en la mano, y si pisas la raya, te dan con el susodicho en la cabeza. Mi anterior país era más amable. No es que todos los guardias de la circulación fuesen maestros de etiqueta de Versalles. También me tropecé con algún caso de mala educación. Pero no te echaban broncas. Mis multas de tráfico fueron –casi todas- por aparcar mal. Problema endémico de Roma, donde no hay garajes y poquísimas plazas de aparcamiento.
El guardia de tráfico romano es, en general, tolerante y comprensivo. Una vez, el Vaticano estaba bloqueado -¿un cónclave? ¿un papa muerto? ¿un papa vivo? ¿una canonización?-, y yo tenía que llegar a mi trabajo, en la Oficina de Prensa. Iba con mi moto –ya dije que he sobrevivido a muchos años de tráfico romano- cuando llegué al guardia urbano. Me paré y le expliqué que trabajaba en via dei Corridori, 32, y que por ese motivo, tenía que entrar en la zona off limits (a los italianos les encanta usar palabras inglesas). El guardia, con simpatía, me miró, y me dijo: “Si usted trabaja en el Vaticano, sabrá que está mal decir mentiras, por lo que lo dejo a su conciencia”.
Y me franqueó el paso.