Calle Mayor

 

 

Del lat. asper, -ĕra, -ĕrum.

Sup. irreg. aspérrimo, p. us.; reg. asperísimo.

  1. adj. Desagradable al tacto, por tener la superficie desigual, como la piedra o la madera no pulimentadas, la tela grosera, etc. (…)6. adj. Desabrido, riguroso, rígido, falto de afabilidad o suavidad. Genio áspero.

espíritu áspero

 

Tomo de Álvaro Delgado-Gal (editor de Revista de Libros) esta definición de España. País áspero. Buena definición. Excelente definición. Del paisaje –y sobre todo- del paisanaje. A veces casi pienso que habría que decir: “país atroz”.

Esto viene a cuento de lo que sigue. Iba yo obnubilado (ciego, ofuscado, obscurecido) por la calle Mayor. Dirección Sol (la dirección es muy importante, ya se verá). Digo obnubilado (ciego, ofuscado, oscurecido, delirante) porque venía:

  1. a) de ascender, con mi modesta bici de 200 euros del Corte Inglés, cinco cuestas notables en la Casa de Campo sin bajarme del sillín (proeza que va consignada, que solo logré a la tercera, porque la primera y la segunda tuve que descabalgar)
  2. b) de subir la Cuesta de la Vega (que tampoco es moco de pavo)

cuando, por el carril bici dirección Almudena, veo dos ciclistas. Por llevar lentillas no distingo bien, pero de todos modos me aparto arrimándome a un mastodóntico autobús lleno de turistas que a la sazón por allí transitaba. Las dos ciclistas eran dos guardias del tráfico madrileño.

La que iba delante –quizá era la cabo, no lo sé, repito que estaba obnubilado, y  con el casco puesto y el traje de ciclista, no se le veían los galones- se me acercó. “¡Usted no puede ir por aquí! ¡Va contra dirección! ¡Su sitio es en ese carril¡”, me dijo, señalando el espacio ocupado por el mastodonte lleno de turistas. “¡Además, en el paso de peatones no puede pasar sorteando a los viandantes, haciendo zig zag¡” “¡Y quítese los auriculares! ¡No puede llevarlos puestos!”… “¿Me está escuchando lo que le digo?”.

Soy lento de reflejos. Me quité los auriculares, hice signo de asentir, y como un niño al que la seño le ha echado un buen rapapolvos, logré meterme entre los mastodontes y los coches aparcados (espacio: 40 centímetros, tirando alto) y puse tierra por medio.

Pude decirle –a la señora cabo, si es que lo era- que venía de hacer una empresa hercúlea, y que me merecía unos vítores (más que una bronca). Que estoy en la década de los setenta, y esto me da –creo- derecho a un cierto respeto. Que con mi edad, podría ser su padre (pero no me hubiera gustado serlo, claro). Que he vivido, y trabajado, treinta y tantos años fuera de España, en una profesión llena de riesgos (cuando estudié la carrera, se decía que después de los pilotos de pruebas, el periodismo es la segunda profesión más peligrosa del mundo), y nunca me habían reñido de esta manera. Que, en el fondo, únicamente iba por el carril bici (aunque, lo reconozco, in the wrong direction). Y que si iba por ese carril –aunque en la “mala” dirección- era porque ir en bici por la calle Mayor por el carril normal es de suicidas.

Lo juro. No he atropellado –nunca- a una viejecita. No he matado –con la bici- ni a un gatito. No voy a cincuenta por hora por la Gran Vía (entre otras razones, porque soy incapaz). Respeto a los transeúntes. Me paro –casi siempre- en los semáforos. Acato las señales de tráfico. Tengo carné B, que me habilita a conducir coches, desde el 25 de mayo de 1972. Desde el 14 de marzo de 2016, tengo carné A2 (para motos de hasta 47 caballos de potencia). He conducido por Roma más de treinta años, en coche y en moto, y sigo vivo. Las compañías de seguros me persiguen, pues saben bien que un jubilata como yo no sale de la discoteca colocado y se pone a conducir a las tantas de la madrugada.

Bien. Es posible que yo tenga una piel especialmente fina. Pero mi sensación es que, en este país -¿áspero? ¿atroz?-, te esperan con un martillo en la mano, y si pisas la raya, te dan con el susodicho en la cabeza. Mi anterior país era más amable. No es que todos los guardias de la circulación fuesen  maestros de etiqueta de Versalles. También me tropecé con algún caso de mala educación. Pero no te echaban broncas. Mis multas de tráfico fueron –casi todas- por aparcar mal. Problema endémico de Roma, donde no hay garajes y poquísimas plazas de aparcamiento.

El guardia de tráfico romano es, en general, tolerante y comprensivo. Una vez, el Vaticano estaba bloqueado -¿un cónclave? ¿un papa muerto? ¿un papa vivo? ¿una canonización?-, y yo tenía que llegar a mi trabajo, en la Oficina de Prensa. Iba con mi moto –ya dije que he sobrevivido a muchos años de tráfico romano- cuando llegué al guardia urbano. Me paré y le expliqué que  trabajaba en via dei Corridori, 32, y que por ese motivo, tenía que entrar en la zona off limits (a los italianos les encanta usar palabras inglesas). El guardia, con simpatía, me miró, y me dijo: “Si usted trabaja en el Vaticano, sabrá que está mal decir mentiras, por lo que lo dejo a su conciencia”.

Y me franqueó el paso.

Gaudí: arquitecto, humanista, creyente

“La vida es amor, y el amor es sacrificio. En cualquier orden, se observa que cuando una casa tiene vida floreciente, es porque hay alguien que se sacrifica.” (Antonio Gaudí)

El 10 de junio de 1926, Antonio Gaudí fallecía en el Hospital de la Santa Cruz de Barcelona. Su obra maestra, la Sagrada Familia, avanza a pesar de las dificultades, gracias a los distintos arquitectos que le sucedieron hasta el actual, Jordi Faulì. Nueve bellísimas torres se alzan por encima de los tejados de Barcelona, dos de las tres fachadas han sido terminadas, y el 8 de diciembre pasado se inauguró la torre dedicada a la Virgen María. Según los planes de los constructores, este año se podrían terminar las dedicadas a dos evangelistas, San Lucas y San Marcos. Y su legado es estudiado con respeto y admiración.

Gaudí, humanista

Pero de su figura sabemos poco. Se sabe que era un genio, que era muy piadoso y que murió tras ser atropellado por un tranvía. Sin embargo, se desconoce su faceta de humanista, sus relaciones con los grandes de su tiempo, las incomprensiones que sufrió, su catalanismo.

Gaudí era un creador al estilo renacentista. Con una gran base cultural. Amante de los clásicos, conocía muy bien a Shakespeare, del que citaba de memoria párrafos enteros. Asistió a la primera lectura del poema “Canigó”, de mossèn Verdaguer, en el claustro de Elna, en el Rosellón. Le gustaba mucho la música, era partidario de Wagner -en Barcelona hubo una fuerte polémica entre wagnerianos y anti wagnerianos- y asistía con gusto a conciertos. Y según su propia afirmación, una de las jornadas más hermosas de su vida fue cuando le leyeron, a orillas del Mediterráneo, una traducción de la Odisea al catalán.

Fue un inventor al estilo de Leonardo da Vinci, y descubrió un nuevo sistema estructural, abandonando los contrafuertes góticos por innecesarios. La forma equilibrada de los arcos, que siguen la línea de fuerza cercana a una parábola, hace que la línea final no salga del interior de la columna, arco o pilón, que la transmite directamente al suelo. También utilizó en su proyecto hiperboloides, helicoides y paraboloides, que le servían para enlazar columnas y bóvedas.

Ángeles cantores, fachada de la Natividad.

“Mi maestro es el árbol que está junto a mi estudio”

“Mi maestro es el árbol que está junto a mi estudio”, decía, y utilizaba constantemente la naturaleza para la decoración. Gaudí y sus colaboradores cogían ranas, serpientes y lagartos que encontraban en los terrenos donde se construía la Sagrada Familia, y copiaban sus formas para las gárgolas o para adornos. Llegaron a comprar un borriquillo para esculpir el jumento que lleva a María en la Huida a Egipto. Gaudí puso muchos animales en la fachada de la Natividad, como pavos, gallinas y ocas. Tuvo unas cuantas, que le seguían por la calle desde su casa al taller de escultura.

Utilizaba siempre modelos vivos, y el soldado de la Matanza de los Inocentes era un mozo de una taberna vecina, mientras que un albañil posó para la estatua del rey David, y un vecino hizo de rey Salomón. Ricard Opisso, un gran dibujante, tomaba apuntes, pero también se hacían fotografías. Gaudí fue a la Maternidad para hacer el Niño Jesús, mientras que en el Hospital de la Santa Cruz asistió a un moribundo que le inspiró la Muerte del justo.

Humanismo cristiano

Su humanismo tenía un claro fondo cristiano, lo que le llevó a un enfrentamiento con Miguel de Unamuno, que en 1906 visitó las obras de la Sagrada Familia. A Unamuno no le gustó, y viendo la cantidad de simbolismos cristianos que adornan el templo, en un determinado momento dijo, dirigiéndose a Gaudí: “Parece mentira que siendo usted tan inteligente, crea en estas cosas de la religión”. Cuando el filósofo le preguntó qué le parecían sus ensayos, Gaudí contestó: “me hacen el efecto de desperdicios de casa señorial, donde se amontonan retazos de seda, de terciopelo, de cosas valiosas y relucientes pero que, en definitiva, es todo para tirarlo”. En ese momento sonaron las campanas del ángelus vespertino, el arquitecto rezó la oración mariana, y sin más se despidió de su ilustre visitante: “Laus Deo, bonas tardes tinguin”, que tengan buena tarde. No le cayó nada bien el rector de Salamanca.

Uno de los motivos de su choque con Unamuno fue su catalanismo. Gaudí era un ferviente catalanista, mientras que a Unamuno los regionalismos no le gustaban: decía que era como espingardas, cosas fuera de época. El arquitecto, en cambio, utilizaba siempre el catalán y asistía a los actos de afirmación catalanista. Lo que le provocó problemas con las autoridades. En los Juegos Florales de 1920, celebrados en el Salón de Ciento del ayuntamiento de Barcelona, la policía acabó disolviendo la reunión y cargando contra los asistentes, incluso contra Antonio Gaudí, que recibió un par de porrazos a pesar de su edad.

Pero lo más grave fue el 11 de septiembre de 1924, la Diada. Gaudí quiso asistir a la misa por los caídos de 1714, los agentes no le dejaron entrar en la iglesia, y al protestar, fue detenido acabando en el calabozo. A pesar de que la censura impidió que la noticia saliera en la prensa, el escándalo fue mayúsculo y Gaudí fue puesto en libertad tras pagar una multa de 50 pesetas. Por cierto, que también pagó la de su compañero de celda, un pobre vendedor ambulante detenido por no tener permiso para venta callejera.

Incomprensiones

En su vida, Gaudí sufrió mucho. Como creador y como hombre. Vio como la incomprensión se cebaba con su arte. Y algunos de sus proyectos más importantes nunca se llevaron a cabo. Por ejemplo, el del palacio episcopal de Astorga fue devuelto dos veces por la Academia de San Fernando -que debía dar su aprobación-. Después, media ciudad se le puso en contra. Y al morir el obispo que le había hecho el encargo, tuvo que abandonar. El palacio no fue terminado hasta 1961.

Es muy poco conocido que Gaudí hizo un gran proyecto que tenía que haberse realizado en Nueva York, en el centro de Manhattan. Era un hotel, y Gaudí puso como condición que culminara en una gran sala homenaje a la nación norteamericana. Iba a tener 250 metros de altura, y el cuerpo central, con el homenaje a Norteamérica, tendría otros 110 metros más. Para esta parte del edificio, Gaudí había pensado una gran bóveda paraboloide de cristales de colores a la que se subiría por ascensores en forma de estalactitas. Con este proyecto quería ganar dinero y utilizarlo para construir la Sagrada Familia. Pero por entonces contrajo las fiebres de Malta, y tuvo que renunciar.

Vista de la nave.

La Sagrada Familia, “la primera catedral de los nuevos tiempos”

Gaudí tuvo una fe y una piedad profundas. Había leído a fondo a santa Teresa y otros místicos, y decía que, para penetrar las cosas, “hay que perseguirlas pacientemente, la paciencia todo lo alcanza (santa Teresa), y la paciencia es la constancia en la penosidad inevitable”. Y su fachada de la Natividad es fruto de una lectura muy atenta de los Evangelios. El gran empeño de su vida fue el templo de la Sagrada Familia, del que decía que no era la última catedral, sino la primera de los nuevos tiempos. A partir de 1916 se dedicó exclusivamente a ese proyecto, y para llevarlo a cabo no dudó en ir pidiendo dinero de puerta en puerta. Al recibir un importante donativo, tuvo una gran intuición, que fue construir una fachada entera, dejando el resto para la posteridad. “La aportación de distintas generaciones, con diferentes estilos que rivalicen en esplendor, será el mejor homenaje a la Iglesia”, decía.

Murió pobre de solemnidad -”si hubiera querido ganar dinero me hubiera dedicado a los negocios”, respondió a una persona que le dijo que con su inteligencia podría haber hecho una fortuna-, atropellado por un tranvía. Nadie le reconoció, y una vez atendido en un dispensario, los camilleros le dejaron en el hospital de Santa Cruz donde sólo horas más tarde le encontraron el párroco de la Sagrada Familia y el guarda de las obras. Falleció el 10 de junio de 1926, y fue enterrado en la cripta del templo al que dedicó sus mejores esfuerzos.

La forma equilibrada de los arcos siguen la línea de fuerza cercana a una parábola.

Proceso de beatificación

En 1992, un grupo de amigos y estudiosos decidieron crear la Asociación pro-Beatificación de Antonio Gaudí. “Quisimos dar a conocer que Gaudí fue mucho más que un excelente arquitecto y un gran cristiano: era el arquitecto de Dios, un hombre místico, en el cual el arte y la fe constituyen una sola y sólida unidad”, explica el arquitecto José Manuel Almuzara, presidente de la asociación. El primer promotor de la causa de beatificación fue mossèn Ignasi Segarra, fallecido en el 2003.Otros miembros fundadores son el escultor japonés Etsuro Sotoo; Josep María Tarragona, ingeniero y autor de una biografía de Gaudí; el arquitecto Javier Fransitorra y José Luis Lázaro, jubilado.

El proceso de beatificación de Antoni Gaudí ya se encuentra en el Vaticano, donde el 9 de julio de 2003 se abrió oficialmente su causa.

Nihil Novum…

 

Brujuleando esta mañana entre viejos artículos, me tropecé con una crónica de hace tres décadas que -si cambiamos los nombres de los protagonistas- podría ser de ayer mismo. Cierto es que «nihil novum sub sole», nada nuevo hay bajo el sol. Johnson por Thatcher, Junker por Delors, Rusia por URSS, crisis del Golfo por crisis del Golfo, estamos en las mismas. Única diferencia, quizá, el declinar italiano.

Roma. Miguel Castellví.

El futuro de la Comunidad y la convocatoria de la conferencia sobre la Unión Monetaria, la «política exterior» de los Doce -la CSCE de Paris, las declaraciones conjuntas con Estados Unidos y Canadá, relaciones con la URSS y países del Este-, y la crisis del Golfo, son la agenda de la cumbre de jefes de estado y de gobierno europeos que hoy y mañana se celebra en Roma.

Una cumbre con mucha carne en el asador, y que inicia bajo el fuego graneado británico y el pesimismo de Delors. El miércoles, el presidente de la Comisión dijo que hay diversos factores de crisis que amenazan la cohesión de la Comunidad, en especial la postura de Londres. Para Delors, otro problema son las “posiciones equivocas” de muchos gobiernos que, a la larga, se revelan un obstáculo en el camino de la CEE.

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El escriba

Texto de los escribas al final del códice del Beato de Liébana, realizado en el monasterio de San Domingo de Silos, terminado el 18 de abril de 1091, a la hora sexta del día.

«La labor del escriba aprovecha el lector; aquél cansa su cuerpo y éste nutre su mente. Tú, seas quien seas, que te aprovechas de este libro, no te olvides de los escribas, para que el Señor se olvide de tus pecados. Porque quien no sabe escribir no valora este trabajo. Por si quieres saberlo, te lo voy a decir puntualmente: el trabajo de la escritura hace perder la vista, dobla la espalda, rompe las costillas y molesta al vientre, da dolor de riñones y causa fastidio a todo el cuerpo. Por eso tú, lector, vuelve las hojas con cuidado y aleja tus dedos de las letras, porque igual que el pedrisco destroza una cosecha, así el lector inútil borra el texto y destruye el libro.»

La Sixtina

 

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La Capilla Sixtina, preparada para el Cónclave (Getty Images)

Una de mis satisfacciones como corresponsal de ABC en Roma era poderme tomar un capuccino a media mañana en «La dolce vita», un bareto de piazza Navona. Mi oficina -vid. Habitación sin vistas https://wordpress.com/post/literatura283.wordpress.com/848 -hacía esquina con la plaza más bonita de Roma. La segunda era escribir de temas culturales, que en Italia no faltan -los italianos, cuando se ponen flamencos, aseguran que poseen la mitad el patrimonio artístico mundial, una exageración sin duda-. Pero tuve ocasiones maravillosas, como una estupenda conversación en 1988 con el entonces restaurador jefe de la Capilla Sixtina, en la que hablamos desde los vivos colores de Miguel Ángel, reaparecidos al quitar la capa marrón que cubría los frescos, hasta la Creación de Adán -«la escena en la que Miguel Ángel puso su modo de sentir mas profundo sobre las relaciones entre el hombre y la divinidad»-, así como el por qué nos atrae tanto el Renacimiento.

 

Cuando John Russell subió el invierno de 1988 al andamio de la Capilla Sixtina, estaba emocionado. Se iba a restaurar la «Creación de Adán», la escena central del ciclo de frescos que Miguel Ángel realizo en la bóveda. «Al llegar arriba, miré hacia dónde Dios Padre y Adán estaban al alcance de la mano. Durante un instante, simplemente no fui capaz de verlos. Lo que veía flotar encima de mi cabeza era una extensa y desigual área de suciedad y confusión difícilmente descifrable».

Es lo que Gian Luigi Colalucci, el director de los trabajos de restauración de los frescos de Miguel Angel, describe como una «oscura epidermis gelatinosa de color marrón, que consiste en capas de polvo y espeso hollín, y de diversas sustancias aplicadas en diferentes épocas pasadas. Afecta no solo a la calidad sino incluso a la textura del color, haciendo imposible a veces la más mínima percepción del artista tal como debe revelarse en su obra». «En lugar de recibir el impacto sobrehumano que conocemos a través de las fotos de laboratorio, Dios Padre y Adán parecían dos picadores después de un largo día de trabajo en el fondo de la mina», concluye Russell para explicar su frustración.

Para Russell, como para la inmensa mayoría de los expertos que han pasado por la Sixtina, limpiar los frescos de Miguel Ángel era no solo una operación útil para devolver a las pinturas los colores originales, sino urgente. Había que salvarlas de los peligros que corren. «La capa gelatinosa -dice Russell- no solo es fea, sino que constituye un continuo peligro ya que se contrae de un modo imprevisible sometiendo a tensiones la superficie de los frescos. Es difícil de imaginar una mejor razón para no detener la limpieza de los frescos».

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Peán por un amigo muerto

QuicoCínicos. Que pasan por encima de cualquiera con tal de conseguir la noticia. Con más conchas que un galápago. Sin sentimientos. Es la imagen de los periodistas. Pero no todos, ni siempre. Porque una vida de profesional –llevo en el tajo más de cincuenta años- da para ver muchas cosas. Un grupo de vaticanistas conmovidos hasta el fondo del alma por la muerte de un niño, hijo de una de las corresponsales más populares, fallecido de muerte súbita del lactante. Tremendo. O el horror del matrimonio de corresponsales que perdieron una hija en el atentado de Fiumicino del 27 de diciembre de 1985.

Por eso no me ha sorprendido que el mejor vaticanista de los años de Juan Pablo II diga en su blog: “para mí –escribe Luigi Accattoli- la muerte de Joaquín Navarro-Valls es un terremoto. Tantas conversaciones. Entrevistas. Oraciones, arrodillados uno al lado del otro. La última vela a una persona que yo quería. Nos conocíamos desde 1977. En mi primer comentario, gratitud”.

Porque Joaquín –Gioacchino, lo llamaba Luigi-, cuando se enteró de que Michela, la joven mujer de Accattoli, tenía un cáncer, no se limitó a darle unas palmaditas. Se llevó a Luigi a rezar, junto a la tumba de San Josemaría Escrivá, para pedir el milagro. Y le acompañó velando a Michela cuando Dios se la llevó al cielo: murió en 1990, como consecuencia de un cáncer de mama.

Sí, Joaquín Navarro-Valls fue el portavoz “histórico” de Juan Pablo II. El que modernizó la comunicación vaticana, y transformó lo que hasta entonces había sido un puesto muy institucional “en una función de portavoz papal a 360 grados”. El que realizó, por cuenta del Papa, gestiones muy delicadas como negociar con Fidel Castro el viaje del Pontífice a Cuba en 1998, preparar la visita de Gorbachov a Juan Pablo II, o formar parte de las delegaciones de la Santa Sede a las Conferencias de El Cairo, Pekín y Estambul. El que, sobre todo y ante todo, era amigo personal de aquel hombre tan extraordinario que fue Karol Wojtyla. Y al que le tocó comunicar sus actos, su vida –y su muerte-, demostrando entonces que los periodistas –y Joaquín fue, sobre todo, un gran periodista- también nos emocionamos.

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Retorno a Brideshead: la caña de pescar del padre Brown

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Castle Howard, donde se filmó Retorno a Brideshead

Mi tema es la memoria

Una de las frases más felices de Retorno a Brideshead, la novela de Evelyn Waugh, es la que escribe el protagonista, Charles Ryder, recordando su amistad con la familia Flyte: “mi tema es la memoria, aquel anfitrión alado que se cernía en torno a mí una mañana gris, durante la guerra”. La trama de la novela es el impacto en Ryder -en muchos aspectos un trasunto de Waugh- de su relación con los miembros de una aristocrática familia en la que la religión católica pesa como una losa. Aparentemente, la novela se centra en la decadencia de la aristocracia, derrotada por el mundo moderno y por el “common man”, el “hombre masa” de orteguiana memoria. En realidad, como afirma Waugh en el prólogo, el verdadero tema “es la influencia de la gracia divina en un grupo de personajes muy diferentes entre sí, aunque estrechamente relacionados”.

A través de las crisis de Ryder, de la familia Flyte, y del mundo occidental, Waugh quiere llegar a algo más profundo: la verdadera salvación está en la renuncia y en el abandono a la voluntad divina. El clímax de la novela se alcanza cuando Charles y Julia Flyte, después de dos matrimonios fallidos, se enamoran y piensan casarse. Estamos en 1939, la guerra está a punto de empezar y el viejo marqués Marchmain, padre de Julia, decide volver a Inglaterra para morir allí. Lord Marchmain es nominalmente católico -se convirtió para contraer matrimonio- pero después de la Gran Guerra abandonó a su mujer y vivió lejos de la Iglesia Católica. Sin embargo, en su lecho de muerte se convierte y muere en paz. Julia entonces dice a Charles que no podrá casarse con él, a causa de su anterior matrimonio. Ryder lo entiende, y a través de la renuncia llega a la fe. La escena final habla de la vela del Sagrario en la capilla de los Marchmain, encendida de nuevo por el capellán militar tras años de ausencia del Santísimo.

Waugh escribió «Retorno a Brideshead» de un tirón durante la guerra, en los primeros meses del 1944, y la terminó en junio, coincidiendo con los días del desembarco en Normandía. Una parte de la crítica la rechazó, calificándola de elitista, snob y pro católica. Pero aunque supuso un brusco cambio en su carrera literaria, sin duda es una obra ambiciosa y que, a pesar de que en algunos puntos se le puede acusar de rozar el sentimentalismo, sabe llegar al corazón de las verdades profundas sobre el hombre, el amor, la sociedad y Dios.

¡Es tan difícil ser católico!

Aunque desde el prólogo se anuncia que la cuestión central de la novela es la gracia, la religión no aflora hasta un tercio de la misma, durante el verano dorado de Charles y Sebastian en Brideshead:

«La fe de Sebastian era entonces un enigma para mí, pero yo no sentía un interés especial en aclararlo. Yo no tenía ninguna religión. De niño me llevaban a la iglesia una vez a la semana; después, en el colegio, asistí diariamente a los oficios pero, quizá como compensación, desde que ingresé en el internado me dispensaron de los deberes religiosos durante las vacaciones. Mis profesores de religión me dijeron que los textos bíblicos no merecían mucho crédito. Nunca me sugirieron que intentara rezar… Mi padre no iba a la iglesia salvo en caso de celebraciones familiares, y se burlaba de ella. Mi madre, creo, era devota. Hubo un tiempo en que no comprendí cómo pudo creer que su deber consistía en abandonarnos a mi padre y a mí y marcharse con una ambulancia a Servia, para terminar pereciendo por agotamiento en la nieve de Bosnia. Pero más tarde reconocí esa misma actitud en mí. Y también más tarde llegué a admitir ideas que entonces, en 1923, nunca me tomé la molestia de examinar a fondo, y a aceptar lo sobrenatural como real. Aquel verano, en Brideshead, no era consciente de tales necesidades espirituales.

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Mi cuento de Adviento islandés

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Vieja cabaña de pastores en Jökulsá á Fjöllum, Islandia. En una pared de madera que la parte en dos, viajeros de todos los tiempos han grabado sus nombres y fechas de viaje. (foto Sigurjón Petersson)

Hace un tiempo dijeron que yo era «un enamorado de la literatura nórdica». Es posible. Sí lo soy de un pequeño libro, «Adviento en la montaña», del escritor islandés Gunnar Gunnarsson, que la benemérita editorial Encuentro publicó el año pasado por primera vez en castellano (Skúli Björn Gunnarsson, descendiente del escritor, me dice que acaban de salir las ediciones en italiano, holandés, noruego y árabe, y añade: «Benedikt sigue caminando por el ancho mundo»). Tuve el honor de presentar la edición castellana, y supe entonces que el padrino de la criatura era nada menos que José Jiménez Lozano. Lo que sigue son unas reflexiones sobre esta deliciosa obra que nos llega de la que es quizá la tierra más nórdica, Islandia. El ameno lector encontrará al final el link de la presentación y el del concierto de la mezzosoprano islandesa Gudrún Ólafsdóttir.

Se dice que todo periodista lleva un libro en su mochila. Yo no lo he escrito todavía, lo que sí he hecho es leer bastante. Una buena amiga mía y de Ediciones Encuentro es la que me ha implicado para que hable de este libro. Cuando me explicaron el trayecto que llevó a la edición en español de “Adviento en la montaña”, no me dijeron quién había sido la persona que había aconsejado que se publicara, y me quedé con mucha curiosidad. Saber que ha sido Jiménez Lozano es una garantía, me gusta muchísimo lo que escribe y que él aconseje un libro es muy buena señal.

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Dilema frente a una tumba veneciana

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San Michele, la «isla de los muertos», el cementerio de Venecia

¿Seré capaz de pasar el Tamiz, mi tamiz, sobre Trapiello-Salón de los pasos perdidos-Brodskij? Ni siquiera estoy seguro de cómo se debe escribir Brodskij en castellano. Los italianos lo llaman Brodskij, los americanos Brodsky, en España –quizá influencia yanqui- sus libros van firmados por Joseph Brodsky.

No lo conocí. Su poesía me llegó por ese libro maravilloso, Fondamenta degli Incurabili. Leí todas sus obras en italiano, primero, después las pocas traducciones en castellano. Quise hacerle una entrevista, lo explico en  “Como las hojas de unas tijeras”. Por fin lo encontré, una tumba sencilla en San Michele, la “isla de los muertos”, el cementerio de Venecia, donde –si se quiere- pueden llevarle a uno a enterrar en una góndola.

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Cagliari

 

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Los flamencos engalanan las lagunas próximas a Cagliari

Al viajero curioso le han aconsejado el panorama de Cagliari desde el avión. «Es como un pesebre», le dijeron. Pero su posición no le permite ver el espectáculo, Al aterrizar, el avión tiene la ciudad a la derecha, el observador está a la izquierda- Mala suerte, se dice, será al retorno. Pero piensa que el consejo es sabio, y lo transmite a futura memoria.

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Y Dios agitó una gran campana

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«En medio a los tumultos/ Dios agita una gran campana / Para un Papa polaco / Hay un trono dispuesto / El no huirá / ante las espadas como el italiano /Intrépido como Dios, / Afrontará las espadas / Para él, el mundo es fango.»

(Julius Slowacki, poeta polaco 1809-1849)

Hace 25 años, San Juan Pablo II viajaba por cuarta vez a su patria para reunirse con jóvenes polacos y de todo el mundo en Czestochowa. Hoy, su sucesor está en Cracovia en una nueva JMJ, que es también un homenaje al Papa eslavo al que debemos estos encuentros, pero sobre todo la caída del comunismo. Quien esto escribe vio las dos cosas. Y no se resiste a recordar lo que publicó pocos días después de la caída del muro, cuando Gorbachov fue recibido por el Pontífice en el Vaticano.

Ciudad del Vaticano, 25 de noviembre 1989. El viernes próximo, el primer secretario de la Unión Soviética, camarada Mijail Gorbachov, entrará en la biblioteca privada del Papa. De este encuentro, fuentes vaticanas esperan el establecimiento de unas relaciones estables entre la Unión Soviética y el Vaticano. Pero además de este paso diplomático, el Papa pedirá a Gorbachov una verdadera, auténtica libertad religiosa en la URSS. Si el líder del Kremlin acepta y la lleva a término, estaríamos ante una jornada histórica. Para el Este, por el que sopla ya el viento del cambio, nacería una situación similar a la que supuso el edicto de Milán de Constantino y el fin de las persecuciones contra los cristianos. Todo este conjunto enorme de expectativas no sería posible si hace once años, ciento once cardenales no hubiesen elegido el primer Papa eslavo de la historia. La fumata blanca de la Capilla Sixtina era el humo de un cañonazo cuyo eco todavía no se ha apagado.

 

Capilla Sixtina, 16 de octubre de 1978. Cien cardenales eligen como sucesor de San Pedro a Karol Wojtyla. Es el primer Papa eslavo de la historia. En Moscú, Breznev gobierna el Imperio. Sometido al poder del sable y a la dictadura comunista, el orden reina en el Este.

Vaticano, 1 de diciembre de 1989. Juan Pablo II recibe a Mijail Gorbachov. Todavía resuenan los ecos de la caída del Muro. El monopolio del poder se ha roto en Polonia, Hungría se abre al pluralismo, las manifestaciones exigiendo libertad sacuden Praga. Los países bálticos se declaran independientes. El Imperio del Este se resquebraja.

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Las barreras del alma

Olga

Olga Freidenberg

Antes de Zivago, Pasternak era ya uno de los mayores poetas rusos del siglo XX. El escritor Varlam Shalamov, que pasó catorce años en el Gulag, cuenta cómo Orlov —una de las víctimas de Stalin-, la víspera de su fusilamiento, recitaba versos de Pasternak en su barracón del campo de Kolyma.

Boris Pasternak llegó a descubrir su vocación de poeta por la vía de prueba y error –estudió piano e incluso compuso una Sonata, luego quiso ser filósofo y se matriculó en la facultad de Filosofía de Moscú-. Fue su prima y gran amiga, Olga, la que le impulsó a escribir.

Olga Freidenberg y Boris Pasternak nacieron el mismo año (1890), pero mientras Pasternak vivió siempre en Moscú, Olga lo hizo en San Petersburgo (luego Leningrado), incluso durante el durísimo asedio alemán. Cuando tenían veinte años, pasaron juntos unas vacaciones en el Báltico, y allí nació una profunda amistad -Pasternak llegó a enamorarse de su prima, pero ella lo veía sólo como a un hermano—. Olga le dio el empujón definitivo para que dejara la filosofía y se dedicara a la escritura. Ella, en cambio, se centró en la filología clásica, y fue la primera mujer rusa titular de una cátedra universitaria. Su último encuentro fue en 1935, pero hasta la muerte de Olga en 1955 mantuvieron un intenso intercambio epistolar sobre su trabajo, los poemas y libros de Pasternak, y la situación política (muchas de estas cartas las enviaban con personas de confianza).

Lo que sigue son fragmentos de “Las barreras del alma”, la edición en italiano de la correspondencia entre Pasternak y Olga, curiosamente inédita en español a pesar de su indudable interés. El 5 de octubre de 1946, Pasternak le anuncia que ha empezado su gran empresa, “la novela en prosa Chicos y chicas, que abarcará del 1902 a 1946”: es el embrión de Zivago. En cartas sucesivas se ve cómo la novela va creciendo gracias a un gran esfuerzo de Pasternak. Para vivir traduce a Shakespeare y a Goethe y, cuando ha reunido suficiente dinero, se dedica a lo que considera su verdadera obra: Zivago.

«He conseguido leer tu novela. ¿Cuál es mi juicio? Es difícil decir­lo: ¿cuál podría ser mi juicio sobre la vida? Ésta es la vida, en el sentido más amplio y más grande de la palabra. Tu libro está por encima de todo juicio»: éste fue el comentario de Olga sobre el manuscrito de la primera parte de Zivago. 

Sean estas letras un homenaje a la mujer que supo descubrir uno de los genios de la literatura rusa.

De la correspondencia entre Boris Pasternak y Olga Freidenberg

Moscú, 5 de octubre de 1946 ¡Querida Olja!

¿Cómo te va? ¿Qué tal estás de salud? Yo y Zina teníamos este verano una débil esperanza de que hubieras venido a vernos. Con nosotros he­mos tenido a mucha gente: Shura e Irina, una representación variada de la joven generación, etc., pero siempre hemos mantenido libre para ti la habitación de abajo o la del balcón en el primer piso. (…)

En el mes de julio empecé a escribir la novela en prosa Chicos y chicas, que en diez capítulos tiene que abarcar los cuatro decenios que van desde 1902 a 1946. Con gran empuje he escrito ya la cuarta o quin­ta parte, más o menos, de lo que he proyectado. Es un trabajo muy se­rio. Ya soy un viejo, y quizá moriré pronto. Por esto no puedo retrasar hasta el infinito la libre expresión de mis pensamientos más auténticos. Lo que este año he hecho son los primeros pasos en esta dirección, y son pasos poco habituales. No se puede seguir viviendo sin fin a los treinta, a los cuarenta, a los cincuenta y seis años, de lo que vive un niño de ocho años, es decir, de los indicios indirectos de las posibilidades perso­nales y de las alabanzas de los que le rodean a uno. Y, sin embargo, du­rante toda mi vida he estado obligado a atenerme a este esquema.

Al principio, todo lo que que está pasando hoy en el mundo literario al que pertenezco no me había tocado mínimamente2. Seguía en Peredélkino y trabajaba con pasión en el tercer capítulo de mi epopeya. (…)

Te mando un beso fuerte. También Zina te saluda y te besa. En el úl­timo momento decidí enviarte el último ejemplar que me quedaba de mi artículo, que está casi ilegible. Si después de tu lectura no han desa­parecido totalmente los últimos vestigios de los caracteres, dáselo a al­guien más que lo pueda leer.

Y de nuevo te saludamos yo, Lenja, Zina y nuestra Olja doméstica.

Tuyo, B.

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Las casas de los Gatopardos

 

Giuseppe Tomasi di Lampedusa

Giuseppe Tomasi, príncipe de Lampedusa, autor de «El Gatopardo»

Leopard

“Me levanté antes del amanecer, fui hasta el palacio en medio de una tenue luz gris, y me colé por el hueco de la valla. El patio delantero estaba lleno  de escombros, pero recordaba la distribución del palacio por las memorias de Lampedusa, y sabía por dónde tenía que trepar. A medida que fue mejorando la luz, pude reconocer algunas de las habitaciones: el tocador de su madre con el techo abovedado en dorado y en distintos tonos de azul; y su vestidor, que daba al Oratorio de Santa Zita, el lugar del primer recuerdo de infancia de Giuseppe. Tal vez el espectáculo más patético de todos era lo que quedaba de la antigua biblioteca. Jirones andrajosos de terciopelo verde yacían entre trozos de cornisa y grandes pedazos de yeso…. Bajo los cascotes, páginas desperdigadas de los autores favoritos de Lampedusa se mezclaban con los restos del fichero de su biblioteca: tarjetas quemadas y comidas por los insectos que llevaban los nombres de Shakespeare, Dickens y otros. Enterrados entre ellas, encontré unos cuantos documentos personales más: fotografías, correspondencia de sus antepasados, papales con su propia letra, cartas de su madre que atestiguaban lo estrecha que era su relación”.

Estamos hablando del palacio Lampedusa de Palermo, la casa del autor de “El Gatopardo”, destruido durante el bombardeo americano de 1943. “Cuarenta y tantos años más tarde continuaba allí, en el corazón de la vieja ciudad, destripado y saqueado”, cuenta David Gilmour en el prefacio de su biografía de Giuseppe de Lampedusa (*).  Ese texto, aparecido en las páginas de cultura del “Corriere” un domingo de 1988, no podía dejar de llamarme la atención: ¡es tan romántica la imagen de un historiador que –clandestinamente- hurga entre los cascotes de la biblioteca de un palacio en ruinas y abandonado! Hice un artículo para ABC, y aunque la cosa no pasó de ahí, en el fondo de mi memoria –ese tamiz que, de vez en cuando, entra en vibración y nos agita por dentro- quedaron las imágenes de un palacio, un aristócrata y un libro.

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Claudio y su Danubio

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Claudio Magris es hombre culto y leal a las amistades. Mi primera entrevista se la hice en el verano de 1989, al filo de la caída del muro. Fue en su casa de Trieste, me acogió en su hogar y Marisa, su mujer y excelente escritora – tengo su “Verde agua”, libro que solo en castellano ha tenido más de 7 ediciones-, nos hizo unos spaghetti –quizá era pasta fredda, estábamos en agosto- que despachamos con sus dos hijos, entonces unos mocetones que estudiaban en la universidad. Más tarde, Magris tuvo el detalle de comentarme que le había hecho una buena entrevista. Transcurrió el tiempo, Claudio pasó el duro trance de la muerte de Marisa. Meses después tuve la suerte de volver a charlar con Magris, esta vez en Madrid. Yo no estaba muy convencido de que se acordara de mí, pero con una carcajada me dijo: “hombre, todavía no estoy tan lelo como para esto”. Me dijo cosas muy cariñosas sobre los españoles, en especial sobre el afecto con que le rodearon sus amigos cuando murió Marisa. Luego no hemos vuelto a coincidir, pero conservo un recuerdo especial del autor del Danubio. Que por cierto, este año hizo el pregón de la fiesta de Sant Jordi en el ayuntamiento de Barcelona.Y aquí dejo la vieja entrevista.

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Un viaje a Israel (y IV)

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Día 7

La cita es a las seis y media. La ciudad vieja está desierta, pero el sol ya galonea en los tejados antiguos. Jerusalén es todo piedra, la luz naciente repica en las losas mojadas. El bloque macizo de la iglesia del Santo Sepulcro se presenta al periodista como una nave solitaria. Los franciscanos, siempre ellos, celebran la misa mayor junto a la diminuta capilla del sepulcro. Terminada la ceremonia, el periodista reza en el calvario y lee un hermoso soneto de Bartolomé Llorens, un discípulo de Dámaso Alonso muerto a los 25 años. «Tus llagas, Tus dolores, Tu agonía/ en mí los siento arder, en mí los siento/ al vivir tu Pasión el alma mía…/Más, ¡qué dulce tormento este tormento!/ ¡Por Tí, Jesús, me crucificaría/ si así evitase yo Tu sufrimiento».

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Iglesia del Santo Sepulcro, capilla del Gólgota

Después, entra en el pequeño templete que encierra el sepulcro del Señor. «Su mirada -recita el poema de Ibáñez Langlois-cambió el curso de la historia en forma sumamente brusca/ haciéndola pasar por los despeñaderos más increíbles/ el así llamado curso de la historia humana/ no hace otra cosa que dar vueltas en torno suyo/…/Jesús de Nazaret/ pero qué muerto más resucitado/ de su aliento brotan las vidas de santos a borbotones/ del fondo de sus ojos salen caminando/ transparentes legiones de vírgenes confesores mártires/ que después de pasar por las llamas por todas las cruces/ caminando retornan al fondo de su corazón/…/siempre son suyas las lágrimas de todos los arrepentidos/ le pertenecen todas las lágrimas de la medianoche/ todos los amores trabajan de incógnito para él/ sus llagas más antiguas no se cierran nunca jamás/ esas llagas dicen yo soy el camino la verdad y la vida/ su túnica resucitada hoy color escarlata/ flamea a los cuatro vientos sí flamea como un arcángel/ que indica la dirección exacta del paraíso».

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El Santo Sepulcro

El periodista recuerda el poema, y quisiera cerrar su viaje sentimental a Tierra Santa con otra poesía, esta vez de un escritor ruso:

 

«Resucitaré en el tercer día

Como las balsas bajan por el río,

en reata, hacia mí, y a que los juzgue,

los siglos surgirán de las tinieblas»

 

(Boris Pasternack, «Poesías de Yuri Zivago»)

 

Fin de «Un viaje a Israel»

Un viaje a Israel (III)

Tabor

El monte Tabor

Día 4

La guía ha decidido que la cuarta jornada girará en torno al Jordán. Durante el desayuno, la gentil jovencita que sirve el café pregunta, curiosa, qué lengua hablan los periodistas. «Españolet», responde la guía. Ya se ve que los españoles frecuentan poco estos andurriales. La primera visita es a Iardenit, un remanso en el Jordán sombreado por eucaliptus, en el que se ha construido un acceso al río para peregrinos que deseen recordar el bautismo de Jesús -en realidad, la tradición sitúa este hecho cerca de Jericó- con unas pasarelas que permiten entrar en el agua sin riesgos. Un grupo de valerosos bautizandos -tiene mérito bañarse en febrero a primera hora de la mañana- se cruza con el viajero.

La siguiente etapa es el Tabor. Antes, los periodistas han cruzado un pueblo de musulmanes circasianos -como los bosnios de Cesarea, llegaron huyendo, de Rusia en este caso, y los otomanos los enviaron a Palestina-. Una vez en la base, ascienden a la cumbre del Tabor -562 metros de altura- en un imponente  Mercedes, gracias a taxistas beduinos que han renunciado al nomadeo para dedicarse al negocio de transportar a los peregrinos hasta la cima del monte de la Transfiguración. Desde allí contemplan las colinas de Gelboé, donde los filisteos dieron muerte a Saúl y su hijo Jonatán, el amigo de David; la aldea de Naím; Nazaret; y al norte, la cima blanca del Hermón.

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Un viaje a Israel (II)

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Galilea es verde y fecunda. «En aquellos collados, en aquellas tranquilas orillas, sin duda Jesús conoció la dicha», afirma Daniel-Rops

Dejamos a Cesarea, Pilato y los cruzados, para dirigirnos a Nazaret en Galilea. En árabe y en judío, explica Fabio Bourbon, Nazaret significa «La Guardiana». Este nombre puede venir de su posición estratégica, en una altura que domina el valle de Esdrelón. «A lo lejos -escribe Daniel-Rops en su libro «Jesús en su tiempo»-, azul y plata, brilla el Mediterráneo. Hacia el norte, el Hermón de estribaciones violáceas, yergue su corona de nieve por encima de las colinas, mientras que el Tabor, más próximo, extiende blandamente sobre un lecho de marchita verdura su gruesa grupa alabada por San Jerónimo. Por el sur, los montes de Samaria se tuercen para cobijar a Enganin y sus encantos. Y al pie de las alturas de la Decápolis se abre la profunda fosa en la que dormita, invisible, el lago de Tiberiades». Es una hermosa vista la que se tiene desde Nazaret sobre la Galilea verde y fecunda. Porque, contrariamente a lo que pensaba la colega con la que el viajero comparte la visita a Tierra Santa -esperaba encontrarse un secarral- la tierra de Jesús es muy fértil y lluviosa. «Galilea fue así la tierra de la alegría de Jesús; su infancia, su existencia secreta y laboriosa, y más tarde, los primeros éxitos de su apostolado tuvieron allí su marco. Judea fue la tierra de su dolor. Es importante que el libro de la naturaleza le hablase con esa voz tan amistosa en los años de su formación, pues a todo lo largo del Evangelio permaneció presente su recuerdo», concluye Daniel-Rops.

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La historia de Lara

Boris Pasternak with Olga Ivinskaya and her daughter, Irina Emelyanova, 1957

Borís Pasternak con Olga Ivinskaya y la hija de Olga, Irina Emelyanova,  en 1957

No aprendí a amar a los autores rusos en Italia. Pero sí a conocerlos mejor. En casa de mis padres había buena literatura, y un recuerdo familiar es mi madre comentando algo sobre la actitud vital de Dostoievski. El contexto se me escapa, creo más bien que mi madre exageraba un poco. Lo que sí es cierto es que a los quince años, cuando se devoran libros y bocadillos de jamón, me entusiasmé con «Las noches blancas».

En mis años de corresponsal romano hice más crónicas sobre literatura rusa -con el impulso de Luis María Ansón, que parecía enamorado de Lara, el personaje de «Zhivago»- que de autores italianos. La prensa italiana sigue con gran atención los avatares de la cultura rusa, pues aunque no sé explicar el motivo, el mundo cultural italiano tiene muchísimo interés en todo lo ruso.

Fue un editor italiano, Feltrinelli, quien contra viento y marea publicó «El doctor Zhivago». Carlo Ponti, también italiano, se quedó con los derechos cinematográficos y preparó el guión de la película de David Lean. Una anécdota: el personaje de Lara a punto estuvo de ser interpretado por Sofía Loren -mujer de Carlo Ponti-, pero Lean dijo que sólo aceptaría siempre que pudiera pasar por «una virgen de 17 años», condición harto difícil para la Loren. Fue Julie Christie quien llevó este personaje a la pantalla.

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Un viaje a Israel (I)

El periodista tirita en la butaca del Boeing 767 en vuelo Madrid-Tel Aviv. Es la segunda vez que viaja a Israel, lo hace con cuatro colegas españoles, y va como invitado del ministerio del Turismo israelí. El periodista viajero tirita, porque lleva a cuestas un resfriado invernal, consecuencia de las lluvias infinitas caídas sobre España con gran sorpresa por su parte -le habían dicho que en ese país llovía muy poco-. Aunque intenta conmover a la azafata, la cosa no tiene arreglo: todas las mantas están repartidas.

Hace años, el periodista vivía en otras tierras. Su primer contacto con Tierra Santa fue una foto de la Ciudad Vieja de Jerusalén que le dejó fascinado. Más tarde, un colega mucho más importante que él le contó de Jerusalén y de los palestinos, del Santo Sepulcro y de los judíos, del Sinaí y de la franja de Gaza. Luego, un famoso profesor de medicina le habló de sentarse al atardecer frente a la Ciudad Vieja, ver brillar la cúpula dorada de la mezquita de la Roca a la luz del sol poniente, escuchar el sonido del shofar, el cuerno, que recuerda el inicio del shabbat. Y sentir hasta la médula que Jerusalén es la Santa, la Tierra de Dios.

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Como las hojas de unas tijeras

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Nunca había oído hablar de Brodsky, pero Venecia me embriaga. Cuando en las navidades de 1989, al umbrío despacho del corresponsal de ABC en Roma llegó un paquete con un pequeño libro dedicado a la ciudad de la laguna, me lancé sobre él con furor.

Era el regalo de Reyes de una empresa que pretende salvar a Venecia de la destrucción. Y que, Dios lo quiera, si algún día las autoridades italianas se ponen de acuerdo, construirá unos diques flotantes para impedir las mareas altas que la inundan casi cien veces al año. Sólo una empresa así, y una empresa italiana, podía encargar a un poeta un libro de regalo. Sea cien veces bendito el Consorcio Venezia Nuova, y su encargo a Brodsky.

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Habitación sin vistas

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Lo heredé de Joaquín Navarro-Valls, mi antecesor en la corresponsalía de ABC en Roma. Era una lóbrega habitación en un segundo piso de la plaza Navona. Constituía uno de los tres despachos que Efe alquilaba a corresponsales. Paco Rubiales, delegado de la agencia «in illo tempore», arrancó a la Opera Pía Española una planta entera en uno de los cinco o seis edificios que esa institución tiene en la plaza más hermosa del mundo (según los romanos). Dependiente del ministerio español de Asuntos Exteriores, la Opera Pía es titular de inmuebles vinculados de alguna manera con la Iglesia. En Roma, por ejemplo, cuando la unidad italiana de 1870, una serie de instituciones eclesiásticas españolas se pusieron bajo el amparo de nuestra embajada. Se evitó así su expropiación por el estado italiano y dieron lugar a la Opera Pía, que hoy posee un buen número de pisos en el casco antiguo de la Ciudad Eterna.

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El secreter de mamá

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En casa de mis padres había un secreter. Era negro, estaba en una esquina de la sala de estar. En la otra, la mesilla con el Marie Brizard, las botellas y las copitas de licor. El secreter, más bien alto, sobre patas alabeadas, tenía una tapa que se bajaba para poder escribir. En los cajones había papel de escribir, sobres y la carta que mi padre escribió a mi abuelo pidiéndole permiso para mantener correspondencia con mi madre. Eso fue poco después de la guerra. La guerra tuvo mucho que ver con mi familia, sin ella mis padres no se hubiesen conocido. La carta de mi padre al abuelo Laudelino era formal. Claro, como que mi madre, cuando hablaba con el abuelo, le daba de usted.

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Un juego de te vibrando en el cielo gris perla de Venecia

Venecia

La grappa estaba divina. La idea fue de Victoria, la de Efe, que por haber cubierto muchos años la Mostra de Cine conocía los trucos mucho mejor que los demás. Eran las dos de la mañana, y la laguna nos hacía guiños desde su negrura. Frente a nosotros la mole de la Salute, a la izquierda la isla de San Giorgio. Por el Gran Canal hacía largos el fantasma de Byron -antes de liarse con una condesa, Byron ganó una carrera de natación entre el Lido y su palacio-.

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Los libros de nuestras madres

HistoriaS.Michele

Eran los libros de nuestras madres. O al menos de la mía, porque con el tiempo que corre, las madres y los libros cambian. Eran las biografías de María Antonieta y María Estuardo, la Historia de San Michele –que nosotros leíamos “San Michel”, como si fuera francés, luego descubrimos que era italiano-, y Rebeca (Daphne du Maurier). Y Cumbres borrascosas. Pero también estaba Noches blancas, La aldea de Stepanchikovo –ahora llamado Stepanchikovo y sus habitantes-  y El hombrecillo de los gansos (Jakob Wasermann).

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Alexander Solzhenitsin: una vida para contar la revolución rusa

Solzenitsin

por Miguel Castellví

“Desde los nueve años supe que iba a ser escritor, pero no sabía qué iba a escribir. Poco después, me apasioné con el tema de la revolución y desde 1936, a la edad de 18 años, nunca dudé sobre cuál era mi tema, y nada podría haberme hecho apartarme de él” (Alexander Solzhenitsin, autor de “La Rueda roja”, el ciclópeo proyecto literario sobre Rusia y su revolución, al semanario “Time”). Sesenta años después, Solzhenitsin ha concluido su tarea. Pero Occidente no parece interesado, mientras en Rusia sólo un pequeño grupo de fieles mantiene la devoción por el gran disidente. Sus libros son todo menos literatura ligera y a veces exigen del lector un esfuerzo notable. A cambio le dicen -como afirma Neuhaus- «lo que sucedió momentos antes de que un gran pueblo se fuera al infierno» del bolchevismo, de Stalin y del Gulag. ¿Qué nos deja este gran escritor cuando la llama de la disidencia ha perdido su misión?

 

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Greene, el británico impasible

GreeneGraham Greene (1904-1991), uno de los novelistas más conocidos del siglo XX, ha perdido mucha de la popularidad que tuvo en vida. Pero cien años después de su nacimiento, su obra sigue influyendo a través de discipulos tan famosos como John Le Carré. Y aunque hoy se lee menos a Greene, sus creaciones siguen dando juego. Hace algo más de un año se llevaba de nuevo al cine “El americano impasible”, con Michael Caine en el papel del maduro corresponsal inglés en la guerra de Indochina. Y esta novela ha entrado entre las cien mejores de todos los tiempos, según una clasificación del “Guardian”. Porque como el propio Greene decía a propósito de su amigo Evelyn Waugh, en sus libros nos ha dejado “una finca por la que pasear: descubrimos panoramas que no habíamos apreciado, senderos para descubrir en el momento justo porque el lector, como el autor, cambia”.

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